Que las fiestas públicas están politizadas lo sabemos, como mínimo, desde que los romanos repartían alegremente pan y circo para evitarse malos rollos. Es habitual que poderes y contrapoderes mediaticen una parte tan literalmente programática como es el pregón porque es la ocasión de que el consistorio hable en zapatillas y batín, aunque sea a través del lenguaje indirecto de la propia elección del pregonero (los contrapregoneros espontáneos, sea dicho sin acritud, por definición se representan tan solo a sí mismos… o incluso se retratan).
A mí particularmente me gusta mucho cómo se solventa la cuestión en algunos lugares-Amposta es uno, pero me consta que hay más– en los que la responsabilidad del pregón de fiestas se pone en manos de un ciudadano anónimo, sin cargos ni intereses políticos. Por allí han pasado la comadrona del pueblo, y un impulsor del baloncesto infantil; payeses y entrenadores de fútbol locales. Una fórmula que posiblemente sea menos resultona que la de invitar a políticos, estrellas mediáticas ‘nostrades’ o ‘patums’ culturales, pero que al menos sitúa a los vecinos en el centro de atención.
Porque el otro gran reto de la Mercè es evitar que la gran fiesta de la ciudad se convierta, una vez más, en otro sarao del calendario de la internacional del e-turismo de Instagram, algo que ya le ha sucedido a otras celebraciones de la ciudad, como Sant Joan. Esto implica también sopesar con cuidado quién paga la factura de los petardos y cómo se eligen los conciertos; cómo de inclusivas y diversas son las actividades (elección del pregonero incluida), o cómo se equilibran negocio, fiesta y descanso de los vecinos. En suma, implica pensar qué es una ciudad y quiénes son sus habitantes, y qué voz tienen en algo tan poco banal como la forma de divertirse en público de la comunidad. Una comunidad con problemas de vivienda, contaminación e inseguridad, que está para pocas alegrías. Y que por eso mismo debe estar siempre invitada a su propia fiesta.
Publicat originalment a El Periódico el 22/09/2019